#15 Motivo para (sobre) vivir. La tienda de la vuelta de la esquina.
Sobre demoliciones, cimientos y nuevas estructuras.

¡Hola, amigue!
Vengo de pasar un fin de semana de visita en Madrid, en mi barrio de toda la vida. Y aunque siempre lo hago sin pretensiones, comienzo a escribir estas líneas con la esperanza de que narrando estos días por mis viejos vecindarios surja de mi sentir las letras del próximo Jenny from the Block. ¡Sin miedo al éxito!
Pero antes de recibir el encargo de ser pregonero en las próximas fiestas locales, volvía una tarde a casa de mi madre dando un tranquilo paseo y disfrutando de mi todavía preciado anonimato. Me llamó la atención las obras que estaban haciendo en el local comercial que se encuentra en la esquina de su calle. En mi último recuerdo, ese local era una tienda de artículos de repostería. De esos negocios que lo primero que piensas al verlos es: ¿Aquí? ¿Seguro que esta era la mejor ubicación? Pero el corazón tiene razones que la razón no entiende, y quizá por eso mismo aprovecho yo este espacio para desahogarme contigo.
Me fascina la capacidad de transformación que tienen estos espacios. Camaleones comerciales. Hoy eres un comercio dedicado a la fantasía azucarada y mañana un almacén de tornillos. Y la modificación no es solo externa, también sucede en su cotidianidad: la gente que cruzará la puerta, las dudas que plantearán, la ayuda que se ofrecerá o las conversaciones que se tendrán.
Incluso el más ligero cambio, puede provocar toda una revolución.
Y empecé a pensar en cómo pasamos toda nuestra vida construyendo y destruyendo nuestro local interior. Pensé en cómo nos inauguraron con una decoración y unos expositores de valores e ideas dispuestos de una forma muy concreta, si bien es muy probable que estos no estuvieran para nada acoplados al espacio que ofrecíamos. A veces incluso forzados. Y cómo, desde ahí, empieza a girar la rueda de los cambios. A veces no nos queda más remedio que arrendar el espacio y dejar que otres decidan por nosotres qué actividad vamos a desempeñar. Otras, por suerte, recuperamos nuestra propiedad, con más o menos concesiones. Hasta que llega el preciado momento en el que amortizamos la hipoteca, y pasamos a ser completamente nuestres.
Algunas personas deberíamos llevar un contenedor de escombros a cuestas. Quizá de ese contenedor venga el peso que aún sigo sintiendo, de los restos de antiguas paredes que ya no se pueden adornar con los cuadros que hoy quiero pintar.
Salgo de nuevo a paser para comprobar qué otras tiendas del barrio han cambiado. La papelería donde compraba cartulinas y ceras ahora es un centro de uñas, la tienda de frutos secos donde compraba chucherías y patatas fritas ahora es una inmobiliaria. Y, para mí sorpresa, la librería donde cada viernes me compraban un libro nuevo ha ampliado su espacio y ahora ocupa también el local contiguo; que antes era una mercería que, de alguna forma, seguirá tejiendo historias.
Aprovecho para ponerme ropa vieja que aún tengo guardada en casa de mi madre. En Barcelona llueve y no quiero volver llevando más alimento al cesto de la ropa sucia. Pantalón beige de pinzas y camisa de cuadros. Mi viejo uniforme.
Me miro en un escaparate y reconozco en mí una antigua fachada. Mucho más erguida, eso sí. Ya no hay necesidad de doblegarse ante nadie. En las calles ya no siento peligro, y los ojos que ahora pueden mirar hacia el frente ya no lo hacen con guerra. Han firmado la paz. Y aunque nunca podré tolerar ni comprender los insultos y desprecios del pasado, empiezo a comprender que quienes se valieron de ellos también están atrapados en sus jaulas de frustración, asediados por sus propios fantasmas.
En este momento me siento a medio reformar, y no sé muy bien cuál será el próximo negocio que albergaré. Tengo algunas pistas, pero me está costando mucho concederme la licencia de obra. Por el momento me declaro una tienda de segunda mano, llena de recuerdos y anhelos de viejos amoríos que últimamente están más a flor de piel que nunca.
Hace poco me preguntaban cómo se suplía la «falta» de amor al estar sin pareja. Y mi respuesta fue sencilla: siento amor en cada tarde que voy a bailar, siento amor cada vez que piso descalzo el parquet de mis escuelas, siento amor al dar unos cómplices buenos días a mi compañera de trabajo y compartir la sensación de que un día más es realmente un día menos en esa empresa (aunque luego nos echaremos de menos), siento amor por los miércoles, siento amor en el incienso, siento amor en el libro que siempre llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta vaquera ahora que empieza a hacer fresquito, siento amor al lavarme la cara con los jabones que elabora mi amiga, siento amor en el café americano bien caliente, siento amor en la sensación de silencio que reina en la calle al salir del cine… Y en tantos otros lugares. Precisamente, este ha sido uno de los mayores aprendizajes de estos últimos años: que el amor no solo se circunscribe a una única área de la vida.
Al terminar el paseo me esperan para llevarme a la estación de tren. Vuelvo a Barcelona y esta noche dormiré en un piso nuevo. Un nuevo terreno en el que continuar trabajando en mis obras.
En mi nueva habitación tendré un escritorio. Hace años que no tengo mi propio escritorio, y estoy desbordante de ilusión. Desde ahí espero seguir disfrutando con muchas historias; recibiéndolas y, con suerte, creándolas. Como las que se encontraban en las estanterías de la librería del antiguo barrio madrileño que guarda el recuerdo del niño que hoy sigue jugando a ser escritor.
No hay nada más orgásmico que…
… tener muchos suscriptores. Comparte este post con tus amigues y hazme sentir como Meg Ryan. Ojalá la Meg dueña de una librería en ¿Tienes un e-mail?, pero la Meg de Cuando Harry encontró a Sally… también me vale. Soy de buen conformar.
los miércoles... ;-)
Acabo de ver Tienes un email. Puede que la descubriera algún domingo de mi infancia, o puede que no, porque no la recordaba. Qué bien sienta leerte de nuevo. Yo te visualizo más estilo Meg dueño de librería.